A mi querida tía Carmen Ramos Rubio
He tornado de nuevo este verano,
tal al nido leñoso la cigüeña,
a pasar mis estivas vacaciones
en contacto materno con mi tierra,
al reencuentro efusivo con mi gente,
con mi casa y las cosas que me quedan
en mi pueblo nativo, Jaraicejo,
donde tuvo su cuna mi existencia,
donde siguen muy firmes mis raíces
aferradas con fuerza a su parcela
por los lazos feraces de la sangre,
que se agarran tal verde enredadera.
He venido otra vez este verano,
como fiel golondrina blanquinegra,
a cumplir con un ético mandato
con fervor religioso de promesa,
a embeberme de savias de la encina,
a sacarme la espina de la ausencia
y sedarme su herida con el tiempo
de esta grata visita veraniega.
Una brisa de viejas emociones
me recorre por dentro, por la médula
y despierta dormidas añoranzas
de otros días felices, de otras épocas,
cuando entro en mi pueblo despoblado,
con sus casas y calles tan desiertas,
donde nada se mueve..., sólo el viento
transportando papeles y hojas secas...
Una tarde, de manos del recuerdo,
decidí recorrerme sus callejas
y sus calles calladas, solitarias,
sus rincones, su plaza con su iglesia.
Estos sitios sirvieron de escenario
de mis pasos primeros, de mis tiernas
correrías e ingenuas travesuras
y conservan mis ecos y mis huellas.
De estas calles, rincones y lugares
yo conservo en el alma una leyenda
con fragancias felices de la infancia
que, en mi ausencia, me sirven de anestesia.
Comencé por mi casa el recorrido,
epicentro crucial de mis vivencias,
santuario de mi vida peregrina
y la estrella polar de mi existencia;
dilatada, robusta, hospitalaria...,
una casa de pies hasta cabeza,
con ternuras internas de una madre
y durezas externas en sus piedras,
con dos plantas de pétreas paredes
y su patio y su pozo y sus macetas...,
con el toldo esmeralda de sus parras
y las frescas fragancias de su huerta.
Todo cabe en el seno de esta casa:
los sillones de mimbre de la abuela,
las bordadas labores de mi madre,
de mi padre las férreas herramientas;
como piezas preciadas de un museo,
con esmero protejo de las huellas
polvorientas del tiempo que las viste
de herrumbrosas y pardas vestimentas.
Aquí al lado, se erige el edificio,
tan apuesto y tan sobrio de la escuela
donde fui tan amigo de los libros
e inicié mis amores con las letras
y jugué con peonzas, con bolindres,
con estampas, con chapas de botella,
con pelotas de trapo, con botones
y juguetes de corcho o de madera...
-Agradezco , maestros, vuestro esfuerzo,
vuestro ejemplo de entrega y de paciencia;
me sembrasteis semillas culturales
y me hicisteis mi trizas la pereza-.
Como un río sin aguas, con asfalto,
aquí enfrente, la antigua carretera
es la arteria más amplia y transitada
que recorre la sangre más diversa.
Más allá, es El Calvario, donde tuve
mi pasión... amorosa, la primera,
con corona de espinas amorosas
y primeros pinitos de poeta.
Más al sur, El Ejido, que es mi barrio
y también escenario de las eras
en los meses de mieses, de la trilla
y la brega febril de la cosecha.
La mareas primarias de la hormiga
el humano emulaba en sus tareas
en continuo trasiego hacia las trojes;
sobre bestias o carros, las fanegas.
Qué lecciones de agrarias disciplinas
aprendí desde niño entre durezas
y arañazos de cardos y de abrojos
en las arduas labores veraniegas.
-Siempre estuve a tu lado, padre mío,
a tu sombra querida, tan señera,
para echarte una mano solidaria
que sirviera de alivio a tus faenas-.
Yo regué, con mi sangre y mis sudores,
la reseca epidermis de mi tierra
a manera de rústico bautizo
que, por vida, me ataba a su querencia.
Al frescor de las horas vespertinas,
comenzaba el ardor de las contiendas
de los bélicos juegos infantiles
con fragor de batallas bullangueras...
Ya no se hacen hacinas con los haces,
ni se trillan las mieses en las eras,
ni se entablan batallas infantiles
sobre alfombras de paja volandera.
Ya El Ejido, de estériles hierbajos,
se recubre tal parda vestimenta
que le teje la araña del olvido
por cubrir sus desidias y miserias.
Allí abajo, hacia el sur, el camposanto
con cenceños cipreses centinelas
que vigilan en fila a nuestros muertos,
en su puesto de guardia, siempre alertas.
Aquí tengo enterrado mi pasado,
media vida..., me queda la otra media,
y a mis seres queridos, ¡padres míos!,
cuya imagen mantengo en reverencia.
Esa calle tan larga y empinada,
cuya cuesta nos cuesta recorrerla,
es la Calle Trujillo, que conduce
hacia el centro, la plaza, casi recta.
A su izquierda, se ve Camino Viejo,
con sentido contrario, tan gemela;
por aquélla, suben vida y alegría;
por ésta, va la muerte y la tristeza;
es la calle de último paseo,
que nos dan con el traje de madera,
nuestra casa es el punto de partida
y llegada hasta el nicho como meta...
Un inmenso rectángulo es la plaza,
corazón al que llegan cuatro arterias,
con su rollo de villa como fuente
en el centro, con taza berroqueña.
Primigénita célula del pueblo,
es la zona más noble y solariega,
con su casa obispal, su ayuntamiento,
el castillo y la iglesia gigantesca.
El granito, la piedra y el ladrillo
fraternizan en formas de la iglesia,
de robustas paredes centenarias
que le dan sensación de fortaleza.
Con su cara al poniente, la fachada
principal se presenta tan soberbia
con dos arcos gemelos en su pórtico
que, en rotunda columna, se sustentan.
Ventanales, escudos, hornacinas,
rosetón, balaustradas... la ornamentan
y le aportan un porte portentoso
de una sobria esbeltez y de nobleza.
Al costado derecho, existe un arco,
coronado en su cumbre con almenas,
y una esbelta y secreta galería
comunica la iglesia con viviendas;
son dos altos, robustos pasadizos
que sirvieron de paso y de defensa
de preclaros prelados religiosos
en su etapa de estancias veraniegas.
Esta arcada era puerta principal
y la entrada más bella y más directa
a la plaza, de forma controlada
por vigías en épocas pretéritas.
Con frontón y columnas adosadas,
existió entre los arcos otra puerta,
que se encuentra cerrada a cal y canto
por el “corpore insepulto” de una reina.
A la espalda del templo, hay otra entrada
con frontón y columnas berroqueñas
y los restos ruinosos de un convento
y, más tarde, casona solariega.
Era el templo un poblado microzoo
con palomas, murciélagos, cigüeñas,
con lechuzas, vencejos, golondrinas
y las fúnebres chovas vocingleras.
¡Qué revuelo de aves en bandada,
despegando de aleros y de grietas;
qué alboroto volátil de pitidos
de sus picos, tal cánticos de guerra!
Escuadrillas rasantes de vencejos
de acrobacias tan raudas y guerreras
y, en versátiles vuelos, los murciélagos
de ultrafino radar en sus orejas;
escuadrones siniestros de la muerte
que a sus presas cazaban por sorpresa:
mariposas, moscones y mosquitos,
en cruzadas nocturnas y violentas.
Un ejército de bélicos muchachos,
pertrechados de palos y de piedras
disparaba sus rudos proyectiles
a las fuerzas aéreas, siniestras.
Esta tarde, la plaza está vacía,
sin los niños, sin aves bullangueras;
un silencio mortal, de cementerio,
tal sudario, la cubre de tristeza.
-Una noche de invierno muy oscura,
en la plaza y en fiestas navideñas,
una bella pastora, junto al templo,
aceptó ser mi esposa y compañera...-
Ya me encuentro en la calle más antigua,
la hipotética arteria primigenia,
con sus casas vetustas, seculares,
cuyo nombre es la Calle Talavera..
Una casa de éstas fue la cuna
-la de escudo con águila bicéfala-
de la ilustre beata María Luisa
de Carvajal, poeta y misionera.
Más arriba, se hallaba... el Santo Cristo,
atalaya de fábrica mudéjar,
donde puso sus pies el “Santo Oficio”
para hacer sus faenas tan funestas...
Gigantesco templete de ladrillos,
con sus arcos y su esbelta silueta,
vigilaba los hondos horizontes
sobre el lomo rojizo de La Mesa.
Pero el tiempo fue juez de su pasado
y dictó fatalmente su sentencia:
una pena de muerte tan rotunda
que ni existe señal de su existencia...
Más allá de la plaza, el otro barrio,
la mitad, más o menos, La Ribera,
con callejas angostas y empinadas
por hallarse de un valle en la ladera.
Este barrio ha perdido tanta sangre,
la más joven, fecunda, aventurera,
que los turbios suburbios de las urbes
absorbieron tal viles sanguijuelas.
Sólo ancianas de luto se divisan
en sus calles, sentadas a las puertas,
fabricando sus flores de colores,
de los níveos manteles en la tela.
¡Ay, me duelen tan hondo estas ancianas
solitarias, con negras vestimentas,
que anestesian, bordando esos manteles,
el dolor espinoso de la espera...!
Aquí acabo extenuado el recorrido
de mi pueblo por calles y callejas,
con el alma empapada de emociones,
con raíces más firmes y más frescas.
Otro agosto, he llegado, pueblo mío,
a mi cita filial y veraniega
para estar en tu grata compañía
y escribirte unos versos como ofrenda;
a pasar con tus hijos, mis hermanos,
vacaciones festivas, placenteras,
a regarnos recíprocos recuerdos
y lavarnos del alma las tristezas.
He acudido a encontrar en tu regazo
una paz y una dicha verdaderas
para el alma cansada de distancias,
de sentirse en la ausencia forastera,
a buscar una prenda, la alegría,
que perdí no sé dónde con certeza,
pero debe de estar por los cajones
de un armario, de un cofre, de una mesa...
Y, por ser nuestras Fiestas del Rosario,
he vestido el balcón con la bandera
y he compuesto estos versos con ternura
por sentirme hijo tuyo y tu poeta.
JARAICEJO, AGOSTO, 1997
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